lunes, 21 de marzo de 2011

Deficiencia perceptiva

Apología de lo desapercibido, o cómo ésta naranja me devora a medida que yo la devoro a ella. Está podrida, digo. Y lo digo con la tranquilidad del convencido, del que nunca se asfixia respirando para no incurrir en contradicción; con la calma y el sosiego del que nunca piensa por qué cinco dedos y dos ojos y no tres o seis. Por qué no muero, por qué no araña. Pero la naranja, conjunción adversativa. ¿No ves, acaso, que sin el sujeto que la ingiere ni siquiera contendría valor en sí misma? (Qué objetividad es posible cuando el punto de partida no es más que la percepción de uno, me pregunto). Pero la cuestión no reside ahí sino, por simple que parezca, en lo terriblemente triste que resulta admitir que es en la boca donde la naranja se hace amarga. Que es allí, en esa boca tuya en apariencia limpia y desnuda, tan dispuesta a recibir en pasiva al mundo, donde se pudre. Que no es ella sino tú, al fin y al cabo, quien se pudre y agoniza y muere. Qué raro no percibir esto aún cuando se experimenta tan radicalmente en ese extraño Yo, esa primera persona por la que tanto nos arrancamos la piel nosotros, los fantasmas, las proyecciones del individuo que sólo existe en la medida en que soñamos que somos. Supongo que esta obstinación se debe a algún mecanismo de resistencia que nos previene contra este tipo de pensamientos. Pues el peligro que se corre es importante cuando se quieren extender puentes (improductiva necesidad humana de construir órdenes) y conectores, analogías que en realidad no interesan y suponen una amenaza para la supervivencia. Porque, qué derrota sería admitirlo. Qué conclusiones obtendríamos y qué consecuencias implicarían (que es lo mismo que decir: bajo que almohada nos esconderíamos para llorar toda la pena, entre qué mantas esconderíamos la vergüenza) si nos pusiéramos a discutir sobre la vida puta, la amarga vida, la agria vida.



martes, 30 de noviembre de 2010

La civilización (I)

Pero yo no puedo desechar la civilización a las doce de la mañana sentada en esta cafetería, no me queda dignidad recién duchada y tan vestida; ni un poco de amor propio tras tragarme el programa de pedantes independientes de la radio y contestar la correspondencia con la rapidez de quien toca una sonata (sólo que ahora las teclas no producen sonido sino letras, a-ca-bá-ra-mos). No puedo hacerlo, no tras haberme puestos estas botas que materializan mi fragilidad y mundo interior, mi mundo marrón a nubarrones grises, dentro de esta cazadora solitaria y el vestido que no cree en nada y habla sin contemplar posibilidad alguna de comunicación. Creemos que ella siente algo así como una perpetua nostalgia de lo que tiene, una pérdida que se llora de forma anticipada pero en el acto, dijo la lana. No se da cuenta de la despersonalización que sufre (¿cómo darse cuenta?), del peligro que corre cuando pretende que el mensajero sea el objeto del mensaje, así, con estas transferencias: desvistiéndose el alma para engalanar la materia en un intento de expresión que quizá no va tan de adentro hacia afuera. ¿No ven que lo que ocurre aquí ocurre a todas horas? Donde hablaba la primera persona y el sujeto ahora hablan no sé qué cosas, algún tipo de cronista prosopopeyado como la lana o el esmalte rosa. Las cosas, qué mejor forma de hablar por lo cosificado. Peligro, algo dijo peligro, el pájaro se ha vuelto jaula.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Nuevo arte de pronunciar conferencias

"Señoras, señoritas, etcétera. Es para mí un honor, etcétera. En este recinto ilustrado por, etcétera. Séame permitido en este momento, etcétera. No puedo entrar en materia sin que, etcétera."